En el corazón del bosque que corona la Sierra de las Cruces, donde la niebla desciende como un manto sagrado y el murmullo de los pinos resuena como un salmo antiguo, yacen las huellas silenciosas de una vida entregada al retiro espiritual: las ermitas del Desierto de los Leones. Este antiguo convento carmelita, fundado en 1606, no solo es testimonio de la arquitectura religiosa colonial, sino también del anhelo humano de silencio, contemplación y comunión con lo divino.

¿Qué es una ermita?
Dentro del lenguaje carmelita, la “ermita” no es una iglesia en miniatura, como muchos creen, sino una celda alejada del claustro principal. Es una construcción mínima, austera, concebida para el retiro total del monje. En el Desierto de los Leones, cada ermita tenía un huerto, una chimenea, un altar doméstico y un ventanuco mínimo por donde se entregaban los alimentos. En su época de mayor actividad, se contaban trece, una por cada fraile que podía estar en retiro.
Hoy quedan ruinas y restauraciones parciales, pero cada una guarda una atmósfera propia, como si conservaran en sus muros el eco de los rezos.
Ermita de Santa Teresa de Jesús
La más cercana al convento principal y, quizás por ello, la más visitada. Está dedicada a la santa reformadora del Carmelo. Aquí se evoca la firmeza espiritual de Teresa de Ávila, su misticismo apasionado, y se siente en las piedras un latido sereno, como si cada visitante fuera un discípulo en busca de consejo silencioso.
Ermita de San Juan de la Cruz
Pocas ruinas tan poéticas como esta. El canto de los pájaros parece un eco de los versos que San Juan pudo haber susurrado. Está envuelta en una penumbra natural, y el follaje que la abraza completa la atmósfera contemplativa. A quienes la visitan, les devuelve el peso de la soledad como un acto de amor divino.
Ermita de Santa Magdalena
Esta ermita, restaurada, se presenta como una cápsula del tiempo. Su interior sobrio y oscuro invita a la introspección. Magdalena, símbolo de conversión y entrega, se hace presente en la humildad de sus piedras. Aquí se siente la renuncia a los placeres mundanos con una intensidad que duele, pero libera.
Ermita de San José
A medio escondida entre los árboles, su aire protector parece un reflejo del carpintero bíblico. Fue, según algunos registros, una de las ermitas más usadas por los frailes, quizás por la serenidad que inspira su entorno. Su cercanía a un manantial también la convertía en lugar privilegiado para la meditación del ciclo de la vida.
Ermita de San Elías
Ubicada en lo alto, es de las más difíciles de alcanzar. El ascenso es simbólico: esfuerzo físico como metáfora del ascenso espiritual. San Elías, profeta del fuego, es el patrón místico del Carmelo. El viento silba entre los árboles como si recordara sus palabras. A esta ermita no se llega por casualidad.
Ermitas menores y ruinas veladas
Hay otras estructuras semienterradas, casi absorbidas por la tierra y el tiempo. Algunas conservan vestigios de chimeneas, muros cubiertos de musgo o pequeñas cruces de piedra. Se cree que eran celdas más modestas, o tal vez espacios para la meditación al aire libre. El visitante atento las encuentra al borde de los senderos, como reliquias sin nombre, como fantasmas benignos.
Un silencio que enseña
Las ermitas del Desierto de los Leones no son solo vestigios arquitectónicos: son experiencias. En ellas se respira una pedagogía del silencio, un arte del retiro que sigue siendo profundamente necesario en un mundo ruidoso. Caminar entre ellas es hacer un viaje al corazón del misticismo novohispano, pero también al interior de uno mismo.
Visítalas sin prisa, en silencio. Deja que el bosque te hable y que las piedras, alguna vez testigos de oraciones encendidas, susurren lo que aún queda por aprender.

